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domingo, 16 de noviembre de 2008

Desde Argentina: Daniel Rubén Molgaray

PATAGONIA HAY UNA SOLA
Que la historia lo recuerde.

La mañana del 13 de Diciembre, recuerdo, fue el momento preciso en que tome verdadera conciencia de la gravedad de la situación, de la envergadura de nuestra campaña y de la experiencia personal histórica que me tocaba vivir.

El viaje desde Río Gallegos había resultado lento y accidentado, una vez arribados por el C130 hasta Río Grande, sufrimos el estancamiento de nuestro vehículo en el Río Ewan por una hora, durante el camino hacia Ushuaia. No obstante el itinerario fue entretenido; se podrán imaginar que con apenas 20 años y rodeado de compañeros de la misma edad, el camión que nos transportaba, se parecía a un micro de egresados secundarios, eufóricos y por momentos idiotizados ante la imponente geografía; llegando incluso a hacer bromas con el parecido de las formas de la costa y demás

En realidad, ninguno de los que viajábamos entendíamos bien el porque del viaje, ninguno había
sido concientizado ni preparado para la misión. Es más, dan muestra de mi inconciencia , la forma en que por las tardes, durante la marcha, me recostaba en el piso del acoplado del camión, perdiéndome con la mirada en la inmensidad del mar azul, en el dorado del terreno irregular y hasta en las formas que dibujaban a lo lejos los árboles de Lenga, sin importarme en lo más mismo nuestro cometido allí en el sur.

Todos los viajeros, en tanto, nos vanagloriábamos diariamente de nuestra fuerza y valentía la mayor parte del tiempo, antes de caer en filosofías de bajo nivel anonadados por la belleza de la
región con su magia tan singular. Era un terreno de ensueño, para nada conocido por nosotros, más que en cartografías escolares. En mi caso menos que menos, un joven no muy curioso y residente en el conurbano bonaerense, evidentemente echaba de menos este paraíso terrenal, entendiéndolo como ajeno. Aunque revalorizado ahora en los vertiginosos días del 78.
Así fue, entonces, como les contaba, que ese 13 de diciembre mi mente se abrió, Nos encontrábamos ya en Ushuaia. Si no me equivocó todo comenzó un día antes, el 12, cuando por un momento me aparté del grupo (y del fuerte entrenamiento mañanero), dirigiéndome a la costa. Allí un grupo de singulares flores en Habertu rodeadas por topa-topas (así me habían sabido decir que se llamaban aquella especies una vez regresado a mi hogar) se movieron hacia la derecha y me advirtieron de las naves argentinas que se desplazaban en hilera hacia la Bahía de Ensenada. Ellas llevaban un par de balizas colgando en su proa. Quede hipnotizado, no se porque, al ver nuestra bandera nacional flameando al compás del ruido del viento… flanqueada a lo alto por el sobrevuelo las gaviotas que se perdían en la inmensidad del cielo azul… me mostraba algo más; ese momento me simbolizó algo más...

Por fin, el ensueño se entrecortó cuando uno de los pocos pobladores que todavía transitaba la “ciudad fantasma”, (como la llamábamos) al verme expectante ante el paso de las fragatas se animó a chistar: “Parece mentira… entre tanto dolor de cabeza todavía hay gente que se para a mirar estos paisajes… ya lo digo yo… no se de quién será este lugar, pero cualquiera se admira de la misma manera.” El comentario no me interesó tanto como las naves, que dicho sea de paso se multiplicaban en la línea del horizonte.

Rápidamente intenté volver al campamento sin ser visto, pero mi suerte duró poco, fui
descubierto y el castigo llegó junto con la noche. Ese día no pude dormir, y aunque lo hubiese podido hacer, los estruendos en la oscuridad del sur volvían el pernoctar una tarea realmente difícil; más aún cuando parecían oírse los clamores del Monte Oliva a nuestras espaldas como exhortándonos a deponer nuestra actitud. Al tiempo que por las mañanas, el mismo Monte de manera extraña, simulaba un derretimiento en su cúspide como sollozo al ver el panorama desolador que dejaba apreciar la luz del sol: vegetación quemada, restos de cartuchos por doquier, zorros en fuga, etc. etc.

Esa mañana, justamente, la del 13, que tanto recuerdo, comenzó muy temprano, cuando me descubrieron dormitando cerca del campamento. Aunque parezca gracioso no me reprendieron sino que me embarcaron a los empujones en una especie jeep hacia la Laguna Negra.
La misma quedaba hacia el oeste de nuestro campamento. Nos habían armado hasta los dientes y las órdenes nos la iban dando en el camino, con muy poca claridad, apelando, el longevo oficial constantemente a entremezclar, como era su costumbre, la patria, la bandera y la nación con arengas fanáticas y alguna que otra obscenidad. Éramos un grupo de 15 hombres. Nos gritaban y advertían que podíamos encontrarnos con lo peor, que tengamos el mayor de los cuidados; se había dado la alerta…., las órdenes eran disuadir al invasor, no generar una chispa en el polvorín. La situación evidentemente era crítica, la crisis en la vecindad había alcanzado su punto cúlmine.
De esta manera, al descender rápidamente del vehiculo nos ordenan separarnos estrepitosamente, y en el afán de cumplir con las órdenes para nada precisas de mi jefe, caigo, y en simultaneo, ruedan mis pertrechos cerca de los musgos de la laguna. Sin pensarlo, me reincorporo con mi fusil en mano y temblando comienzo a mirar enloquecido de un lado para otro. Hasta que detrás de la neblina pude visualizar la sombra de un también guarnecido soldado. Al no distinguir su bando esperé con los ojos casi desorbitados por los nervios. Segundos más tarde, se confirmó mi temor al ver su insignia en el brazo. Tan sólo eso me indicaba que estaba frente a frente con lo que buscábamos aquí. El oponente, también asustado, me apuntó sin dudarlo un momento. Estuvimos así cerca de 10 segundos, hasta que el vuelo quejoso de un águila y el golpeteo cada vez más fuerte de las olas en la costa nos hicieron distraer la atención recíproca del momento. Así, inconcientemente y temblando, atiné a tirar mi fusil, mientras que él, sorprendido, empezó a caminar sobre sus pasos, perdiéndose en la niebla que lo trajo a escena.

Rápidamente decidí seguirlo, Tomé nuevamente el fusil y corrí por el fango de la laguna buscándolo jadeante sin encontrar nada, aunque descubriendo sí, que estaba perdido. Los lugares se parecían y mi inexperiencia hizo que me desorientara.
Salí de la laguna y me acerqué a la costa para situarme al caminar por la orilla y así regresar a un lugar familiar. Sin embargo, fue peor, me encontré con paisajes nuevos, desconocidos. Los colores en el suelo variaban en intensidad, dentro de toda la gama de verdes; por momentos se mezclaba con superficies escarchadas y por otros, se interrumpían tras la aparición de macizas rocas en el camino. Comenzaba a desesperarme. No sabía donde estaba. Ni existía manera de avisar de mi extravío.

No obstante, mis nervios no se terminaban de erizar… volviendo mi mirada hacia delante en el fragor desesperado de encontrar alguna referencia de mi actual posición, divise un monolito bastante alto con la simple palabra: “Chile” en su cúspide. En ese mismo instante en que me paralizaba al ver el cartel, varios soldados de dicha nacionalidad me tenían en su mira. Una vez que había soltado mi arma y ellos frenéticamente me hayan revisado y maniatado, emprendí el viaje más largo de mi vida hacia la base enemiga. Lo primero que me pasó por la cabeza además de la imagen de mi familia y compañeros, fueron las palabras de los que venían conmigo en el viaje hasta Ushuaia y sus ganas de encontrarse con los chilenos para demostrarles el valor argentino… con ironía, deseaba que ellos hubieran estado en mi lugar para que pudieran advertir el terror que me invadía al tenerlos ahora bien cerca.

Una vez en la base, me informaron indirectamente que me encontraba en suelo chileno en las cercanías del monte Darwin. Allí comenzaron a interrogarme preguntándome sobre toda una serie de información que en mi vida había escuchado, planes de invasión argentina de las islas sureñas, minas en los límites cordilleranos, alianzas, entre otras cosas. Pero luego de un corto interrogatorio, los militares vecinos, pudieron notar junto con mi corta edad y miedo, mi condición de soldado raso; por lo cual, no continuaron con la interpelación.

Posteriormente me dejaron sólo bajo la custodia de dos residentes de la base; paradójicamente, uno de mis vigías era el soldado con el que me había topado cerca de la Laguna Negra. A ellos también se los notaba nerviosos. En una de las mesas aledañas, se veía información clasificada que parecía referirse a mi país

La cuestión es que para las diez de las mañana, las órdenes que llegaban al área de cautiverio era dejarme en libertad, devolverme en el límite internacional con buenos tratos. Se temía, analizándolo ahora, que el aprisionamiento de un militar argentino desate definitivamente la guerra. De esta manera, mis guardias y yo emprendimos el viaje en un camión rústico de doble cabina hacia el límite con la Argentina.

El trayecto fue lento y en el mismo me surgió la necesidad de preguntar sobre la historia y la vida de mis compañeros de viaje. Los veía tan tensos y a la vez tan parecidos a mi que no pude contenerme y lancé la ingenua pregunta: “¿Ustedes son de por aquí, de la Patagonia?”. Al terminar de pronunciar la frase, verdaderamente me sentí muy arrepentido y agache la cabeza. No podía entender como en el contexto en que me encontraba había podido preguntar esa idiotez. No obstante uno de ellos respondió seriamente: “no, soy de Santiago, hace algunos meses que estoy aquí”, mientras que el segundo, totalmente sorprendido por la respuesta brindada por su compañero, pero sin querer ser menos, agrega: “yo sí… soy del sur, vivo en Punta Arenas”; a lo que respondí con un tímido vaivén de cabeza como asintiendo, mientras el silencio se adueñaba del momento, dejando como protagonista sólo al ruido del motor del vehículo. “¿Qué creen de esta situación… como va a terminar?” irrumpí nuevamente... ahora confiado en que mi pregunta no incomodaba a los colegas. Pero ninguno me respondió nada, por lo menos con palabras…sólo agacharon las cabezas, y del más grande de los dos hombres, se desprendió una cadenita del cuello que mostraba una foto familiar que lo incluía; chocándose de a ratos con la cadena que también colgaba de identificación militar, generando así, un leve sonido metálico que llamaba la atención. Rápidamente la guardó, volvió a mirarme y tosiendo para pasar el trago amargo de sensibilidad del momento me dijo: “Espero que termine rápido, nada más…”. Se los notaba compungidos; especialmente al más joven, quien no paraba de recorrerme con la mirada una y otra vez. El mayor, al rato, sacó de uno de sus bolsillos un atado de cigarrillos que, después de convidarle un cigarro a su compañero, no dudo en ofrecerme. Yo tomé uno y deje que lo prendieran. “No soy un espía” comente mirándolos a los ojos y “La verdad es que no me imagino peleando con ustedes” agregue cabizbajo; y después de un rato, contestó: “nosotros tampoco… no lo merecemos”; con esta respuesta, sólo abrí los ojos sorprendido, sin poder evitar tragar el humo.

Finalmente la cajuela militar donde nos encontrábamos se detuvo, terminando yo, al mismo tiempo mi cigarrillo. A partir de allí, me bajaron y me acompañaron a pié algunos metros. “Camine en línea derecho- me dijo uno de mis guardias delante de los conductores del camión- y no se perderá. Le aconsejo…que no dé detalles de este episodio… por el bien de ambos.” Yo, me quede mirándolo un instante, hasta que asentí con la cabeza dos veces. De inmediato me dí vuelta y camine ligero por el sendero de vuelta hacia mi país. Fue en ese momento que mientras caminaba, atiné a mirar para atrás, distinguiendo al chileno con el que me había topado, que saludaba cortésmente desde la camioneta haciendo la venia. La actitud me hizo detener y devolver el gesto de la misma manera.

La caminata continuó con este recuerdo, y con mi reflexión acerca de lo que me había ocurrido y de lo que me había enterado. Por un lado estuve apartado de mi compañía por varias horas, capturado como espía por fuerzas militares con las que mi país se encontraba en máxima tensión, me enteré de las posibles maniobras argentinas sobre la región… y por sobre todo descubrí la semejanza que existía entre mi persona y la de mis colegas chilenos.
Me parecía inexplicable lo que había vivido, era insólito; especialmente el trato recibido por estos dos guardias chilenos; la cortesía y hasta la identificación mutua que nos hizo solidarios y amenos en el corto período en que nos encontramos, me mostraba una realidad implícita, superadora que aún no entendía, pero que resonaba en alguna parte de mi ser como dispuesta a salir de alguna manera…

Ya en Argentina, cerca del Río Roca, fui asistido por una pareja moradora que, como se estaba yendo del lugar, aterrados ante un posible enfrentamiento, me acercaron a una de las bases militares minúsculas ubicadas en la Laguna Victoria. Estaba exhausto. En el trayecto, ninguno de los cuatro miembro de la familia me dirigió la palabra, excepto por la menor de las hijas (aproximadamente de doce años) que me enseñaba, cuando no era callada con nerviosismo por su hermana o su madre, sobre los nombres de los pájaros que nos sobrevolaban y de algunos animales que corrían asustados en el camino. Mi mente, en tanto, seguía recordando lo que me había ocurrido.

En la base, fui recibido con asombro por el pequeño grupo de soldados, (curiosamente vendados en sus orejas) quienes dieron aviso a Ushuaia, notificando un…”extravío” de mi parte. Así fue como calificaron por las explicaciones mías, la corta ausencia del contingente y en definitiva… del país.

En este lugar pasé tres noches, sin poder dormir demasiado. Al tercer día, recibimos visitas, casi ochenta argentinos bien equipados arribaron al lugar en un baqueteado helicóptero que, además de hombres, acarreaba un contenedor con numerosos, rústicos ataúdes. Todos quedamos perplejos con la imagen de los visitantes apilando féretro cerca del campamento.
A mí, obviamente, me interrogó un pequeño grupo de oficiales, tenían ordenes evidentes de confirmar que no había sido víctima de la supuesta “avanzada chilena” de Laguna Negra. No sé en realidad cómo lo hice, pero disimulé el episodio muy bien, cumpliendo con el informal pedido del guardia chileno.

La “tranquilidad”, por otro lado, de mi nuevo campamento, asignado arbitrariamente por los oficiales que me interrogaron, me sirvió para terminar de concientizarme sobre la gravedad del momento; estábamos a un suspiro de iniciar una guerra con el país vecino de consecuencias inimaginables en materia económica, material y sobre todo… natural y humana. Empecé a buscar un por qué, que avalara el conflicto, una explicación… pero especialmente, reflexionaba sobre mi imposibilidad de confrontar con esos hombres de la talla del que primero encontré en Laguna Negra, que entendió al enemigo como un vecino, como un verdadero colega. Y pensaba también en el otro combatiente, en el mayor de mis dos guardias, que tenía su propia familia… Comencé a identificarme en las vidas de los que en ese momento eran nuestros enemigos; y noté que sólo una línea imaginable, que yo no encontré en mi viaje de vuelta, nos separaba. Y entendí que sólo por su trazo nos encaminábamos, todos, a una cruel lucha que no traería vencedores, sino peor, eternos rivales.

Al correr las semanas advertía cada vez más como nadie, o por lo menos muy pocos, entendían la similitud de nuestra realidad con la de nuestros hermanos occidentales. Veía con envidia, como gaviotas y águilas pasaban por cielo argentino y chileno indistintamente, llegando incluso a posarse en lo alto de alguna rama y mirarnos con extrañeza, tristes de migrar hacia cielos pacíficos que no interrumpan el volar con los proyectiles de los cañones que se ejercitaban para el combate final.

Puedo decir hoy, con total honestidad, que en esos días no tan alejados de la navidad, crecí considerablemente a nivel personal. Empecé a sentirme parte de esa Patagonia que, aunque tensa, sabía mostrarme con su magia y naturaleza lo ínfimo que era y somos todos en el mundo. Lo accesorio que somos, en ese lugar abierto a quién quisiera comprenderlo. Fue aquí donde entendí la frase que me había dicho aquel poblador en Ushuaia al confundir mi admiración por las naves argentinas con la magnificencia del lugar que ahora distinguía… ya aquél, marcaba la estupefacción, indistinta para las nacionalidades, que generaba el mirar los paisajes azulados; sin importar tampoco las luchas de intereses por dominarlos.

El sur de América, parecía en esos días mostrarse de a ratos extremadamente bello y arrogante en su majestuosidad para advertirnos quién, o mejor dicho qué gobernaba el lugar.
Los mapas a los que tenía acceso en el campamento daban cuenta que nada diferenciaba de la perfecta estructura piramidal los nombre de Morro Chico y Río Gallegos; Osorno y Sierra Colorada; Valdivia y san Martín de los Andes. Todos formaban parte de la jurisdicción sureña bajo el dominio de las grandes montañas.

En definitiva comprendí que todos podíamos ser parte de una misma Patagonia que sólo se partía por líneas punteadas ante intereses políticos, pero que seguía integra por la fuerza de su ecosistema y el vivir pacífico de sus pobladores.
Todo se me evidenciaba, en aquellos días, como un lenguaje que sólo yo decodificaba, llevándome a tener actitudes extrañas que me apartaban definitivamente del grupo de soldados del campamento; quienes me discriminaban palpablemente como si fuera un desconocido.

Cada vez más cerca de las fiestas de fin de año, nos llegaban más y más afligidas cartas de nuestras familias en Buenos Aires. Y con ellas las noticias de la capital, los rumores y los frágiles mensajes esperanzadores.

No obstante, un reporte específico desde Buenos Aires, que nos transmitía con resquemor nuestro capitanes, me daba la pauta de que Dios estaba con nosotros: la Santa Sede intervendría como mediador en el conflicto de soberanía entre La Argentina y Chile conocido como el litigio por el “Canal de Beagle”, para alcanzar una solución pacífica.

Al enterarme, inevitablemente los ojos se me llenaron de lágrimas. Me había dado cuenta que al final; la razón, el entendimiento y quizá también el encantamiento de estas tierras sureñas, había podido más que el odio, la muerte y el egoísmo militar.
Me dí cuenta que esta reserva de vida también le hacía un lugar, a través de la paz, al hombre, sin permitir que el fantasma de la soberbia construyera represas para las aguas puras de vida en armonía y comunión entre hermanos… y su tierra.

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